Bridlington, quién lo iba a decir.
Para mi capricho de cumpleaños de este año, dejo el tradicional viaje solitario a Londres para visitar los Museos de Arte otra vez, que siempre me han encantado.
En vez de eso, de pronto descubro que existe un Festival de Arte en Bridlingotn, quién lo iba a decir. No había oido hablar de este sitio anteriormente pero pronto me precaven que es un lugar adormilado, lleno de personas de la tercera edad, donde nunca pasa nada.
Me reservo una entrada y un billete para un par de talleres que hacen y también una habitación en un hotel cercano. Me pongo en camino, llena de expectativas en otro viajecito solitario a primera hora de la mañana, de camino al paraíso.
Echo tanto de menos el mar! Simplemente estar delante de las olas me henchirá el corazón y mis pulmones bombearán de nuevo el olvidado aire marino de mi infancia.
Como ya es tradicional en mí, llego demasiado temprano, tan temprano que todo está todavía cerrado, en mi hotel ni siquiera quieren servirme un desayuno, ya que tienen demasiado trabajo dando de desayunar a un tumulto de ancianitos. La cafetería de la esquina todavía no se ha despertado tampoco.
Así que, sin ningún sitio donde ir, me doy un paseo soñador por el fantásticamente silencioso y encantador paseo marítimo. Encuentro un rinconcito soleado donde me puedo sentar para absorber los tímidos rayos de sol y, como si estuviera dentro de un misterioso juego de ordenador, me encuentro con un puñado de monedas sueltas en el asiento de cemento.
Me tomo este descubrimiento como un buen presagio y siento la seguridad de que debo quedarme con esa calderilla. Es una señal.
Después de un buen rato y de unas cuantas docenas de artísticas y teatrales fotos del resplandeciente mar, la arena húmeda y las gaviotas paradas -todas ellas reservadas para futuras obras de arte al óleo-, por fin consigo entrar en la cafetería, ya abierta, para tomar un café y un bollo. Soy la primera y la única cliente. La olla de oro que encontré antes me empieza así el día.
Un anciano empuja la puerta y me habla como si yo fuera la encargada. Me pregunta por los servicios. Esto me parece de lo más gracioso ya que no hay indicio alguno en mí, ni mi vestimenta ni mi postura, pare indicarle al señor que estoy encargada del café ni que, por supuesto, tenga ni idea de nada relativo al servicio de caballeros.
Más tarde, las puertas de mi esperado festival abren al fin y me inmerso en un tanque profundo de arte-arte-arte. Y en este tanque encuentro a mi anciano del café que necesitaba el servicio con prisas, y me reconoce, y hablamos y hablamos, y reímos, y reímos. Era el entusiasmado padre de uno de los pintores que exponía y que también tenia una ponencia.
Durante dos días seguidos saboreo cada cansado minuto de mi ataque de arte. Hablo con los artista, hablo con el público, participo en talleres, miro, observo, y después vuelvo a repetirlo todo porque quiero más y más y aún más.
En medio de todo esto me encuentro hablando con Peter, que, como todos los demás, es un artista fantástico, modesto, tan agradable y tan servicial para con mi supina ignorancia artística. Me da algunas indicaciones para futuras exposiciones y de pronto me encuentro enganchada sin retorno en una incontable cantidad de salvages posibilidades que nunca habría podido ni imaginar.
El sentido de felicidad que estar allí, simplemente estar presente, me proporciona es inmensurable. Dudo mucho que nadie sepa descifrar la intensidad del placer que puedo sentir por estar de nuevo, rodeada de arte, rodeada de artistas y rodeada de mar.self a ticket and a couple of workshops and also a room in a hotel and I set off, full of expectation on another early but charming solo drive to paradise.
I so miss the sea. Only to be in front of the waves will make my heart swell again and my lungs pump in the forgotten sea air of my childhood.
As it is traditional in me, I arrive far too early, so early that nothing is yet open, my hotel won't even give me breakfast -too busy serving the roomful for old dears- and the corner tea shop is not awake yet.
So I take myself onto a dreamy, gorgeously quiet and charming stroll along the sea front. I find a sun trap and place to sit to soak up the shy sun rays and, as if in a mysterious computer game, I find a handful of forgotten coins on my seat. I take this to be a good omen and feel confident that I am meant to keep the money. It is a sign.
After a long while and a few dozen of artistic and theatrical pictures of the shiny sea, the wet sand and the standing gulls -all meant for future master pieces in oil-, I finally make it to the tea shop - now open- for a spot of breakfast. I am the first and only costumer. The pot of gold found on the seat starts my day this way.
An elderly man pushes the door and addresses me like I am in charge, wanting to find a loo. I find this most amusing as there is nothing in my demeanour, my dress or my position to indicate that I am in charge or that indeed I have any idea about the gent's room.
Later, my well awaited festival doors finally open and I throw myself in a big tank or art-art-art. And in this tank I find the gentleman with the urge for a loo, and he recognises me and we talk and talk and laugh and laugh.
He is the enthusiastic father of one of the artist exhibiting and demonstrating.
For two days running I relish every exhausting minute of my art attack. I talk to artists, I talk to the public, I take part in workshops, I look and observe and then go round again for more and yet more.
In the process I find myself chatting to Peter, like all the others, a fantastic but unassuming artist, so pleasant and so helpful in my artistic ignorance.
He gives me a few pointers for future exhibitions and I get really hooked onto a myriad of wild possibilities never before contemplated.
The sense of joy that being there, just being, gives me is incommensurable. I doubt anyone could decipher the intensity of pleasure I can get from being, once more, surrounded by art, by artists and by the sea.
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